Al despertarme vi a ese pequeño hombrecillo a mi lado. Mi cabeza estallaba. Me incliné hacia él para ver su cara. Ni idea. La noche había empezado en un mejicano. ¿Cuántas margaritas fueron?, dos, tres, quizá cuatro. Luego aquella fiesta privada en el piso de Pintor Rosales, la terraza sobre la Casa de Campo, gente guapa… todo muy borroso… ¿Y este pequeñajo… ? Ni idea. Me levanté sigilosamente, fui a la ducha, volví envuelta en mi tohalla a lo MM, me hice un café y me lo fui tomando a pequeños sorbos mientras, pensativa, contemplaba esa cabeza oscura, esa pequeña espalda. No le oía respirar. Me acerqué alarmada, lo zarandeé ligeramente, abrió los ojos, me miró, sonrió. Sus dientes amarillos me llamaron la atención. Se incorporó un poco y musitó: Teresa, amor mío, soy feliz, ha sido la noche más dichosa de mi vida. En ese momento me juré no volver a tomar una sola margarita más en todos años que me quedaran por vivir.