MI FAMILIA Y LAS CABRAS
Cuento infantil escrito por: LUANA Y BETO
Sobre un argumento ideado por: LUANA ROJO
Mis abuelitos Beto y Aba viven en la Sierra de Tramontana, en una casa grande, donde cabemos todos: ellos dos, mis padres, mi hermanita Lola, mi tía Lucía (Tillú), mi primo Frens, mi primo Iggy y yo.
A todos nos gusta mucho jugar en el jardín y en el bosque de esa casa, y también bañarnos en la piscina. Pero ellos, mis abuelos, no siempre están ahí: el invierno lo pasan en Madrid porque a Beto, cuando hace frío, la humedad se le mete en los huesos. No sé cómo le puede llegar la humedad hasta los huesos pero si él lo dice será verdad.
Solo están aquí, en Mallorca, los meses que hace buen tiempo.
El jardín está lleno de flores: bugambilias, bignonias, adelfas, jazmines, plumbagos… (todos estos nombres me los ha enseñado Aba), y árboles: antorchasis, algarrobos, palmeras, almendros, limoneros… y también hay muchas plantas y hierbas que usa ella en la cocina.
Y lo que no es jardín es monte y está lleno de pinos, muchos pinos.
También hay gatos, aunque no son nuestros, vienen de visita, y de vez en cuando entra en el jardín alguna cabra salvaje.
A mí me gustan mucho las flores y los animales (los buenos, porque los peligrosos como las serpientes venenosas, o los que pican como los mosquitos y las avispas no me gustan nada). Las cabras siempre me cayeron bien, son muy simpáticas y no muerden ni nada y dan unos saltos enormes.
Pero mis abuelos tenían por entonces, cuando ocurrió esta historia que voy a contar, un problema con esas cabras salvajes que tanto abundan aquí en Mallorca. Beto decía que son dañinas porque se comen los arbolitos cuando son muy pequeños, cuando apenas tienen unos pocos centímetros de alto, y que por eso los bosques de la isla estaban envejeciendo.
Yo sabía que las personas envejecían pero nunca había pensado en que los bosques también podían hacerlo.
Pero era mi abuela Aba quien les tenía declarada la guerra, porque de vez en cuando entraban en el jardín, se le comían todas las flores y las plantas y lo dejaban desplumado y hecho una pena.
Con lo que me cuesta que esté bonito —decía—, y vienen las dichosas cabras y en unas horas acaban con él.
Para evitarlo, mis abuelos instalaron unas tiras entre el jardín y el bosque, las llamaban pastor eléctrico y todos sabíamos que no había que tocarlas porque daban calambre. Ellos al principio estaban muy contentos porque creían que las cabras, al acerarse y notar que les picaba, no iban a volver más por aquí, pero no funcionó. Se quedaban detrás de las tiras del pastor eléctrico, como pensando: Quiero pasar pero eso pica, quiero pasar pero eso pica, no sé qué hacer, no sé qué hacer. Y de repente se alejaban un poco y ¡plas!, se tiraban contra las cuerdas y las rompían. Son muy valientes, seguro que les hacía daño, pero debían pensar: Es mejor sufrir un poco y poder comerse esas flores tan bonitas y beberse el agüita de la fuente, que pasar sed en el bosque.
Total, que las cabras siguieron entrando, y la verdad es que era divertido: de repente mi abuela chillaba: ¡Cachis otra vez las dichosas cabras, Beto ven, ven, ayúdame a echarlas fuera! Y Beto: ¡Ayuda, ayuda, venid todos, chicos, chicas! Y todos corríamos tras ellas para empujarlas montaña arriba.
Hay que ver: nosotros no les teníamos miedo, pero, cuando nos oían chillar, ellas sí se asustaban y daban unos saltos altísimos. Pobrecitas.
Un amigo de mi abuelo, un señor muy viejecito, dijo que habría que agarrar una, atarla con una cuerda, dejarla una semana sin agua ni comida y luego soltarla. Él pensaba que así escarmentaría, se lo contaría a las demás y ya ninguna se atrevería a volver por aquí. La verdad es que ese hombre no me caía nada bien, y si hubieran hecho esa barbaridad, yo, a escondidas, le habría dado agua y hierba a la pobre cabrita. Pero no hizo falta porque mi abuelo se puso a reír y le dijo que era más animal que cualquier cabra.
Yo veía a mi abuela muy preocupada por ese asunto y habría querido hacer algo para ayudarla, pero no sabía qué; hasta que un día oí un balido (porque, así como los gatos maúllan y los perros ladran, las cabras balan, que lo sé), un balido que parecía el de una cabritilla joven que pidiera ayuda. Salí al bosque, caminé guiada por mi oído y, efectivamente, detrás de un pino muy gordo encontré a una pobre cabritilla que no podía caminar. Me pareció que tenía la patita de atrás rota porque estaba doblada de una forma rara, y comprendí que le debía doler mucho. Quería ayudarla pero dudaba, porque cerca de ella había una cabra grande, su madre seguro, que me miraba fijamente. Aún así, me atreví a acercarme un poquito, solo un poquito, y luego, despacito, un poquito más, y luego más. Veía que a cada paso que yo daba la cabra grande se retiraba un poco, y cuando al fin, muy asustada, llegué hasta la cabritilla, su mamá estaba ya bastante lejos. La cogí en brazos y me la llevé corriendo a casa, sin mirar atrás.
Mi abuelo, al verla, me propuso enderezar la patita y atarle un palo para que no pudiera doblarla. Así acabará curándose —me aseguró—. A mí me pareció un plan muy inteligente, pero cuando llegó mamá y nos vio (por cierto que la cabritilla chillaba más que nunca), nos dijo que no nos hiciéramos los médicos, que lo que había que hacer era llevarla al veterinario.
Mi abuelo cedió a regañadientes (creo que a él le habría gustado ser médico), y mamá y yo nos llevamos a la cabritilla al pueblo.
En el coche, yo la tenía en mis brazos y la iba acariciando y diciéndole cosas bonitas. Le prometí que se iba a curar y que volvería a correr por el bosque con su mamá.
El veterinario la operó, le puso un yeso en la pierna y nos dijo que la cuidáramos mucho, no dejáramos que corriera y volviéramos pasado un mes.
Al salir, mamá estaba muy seria. Le pregunté:
—¿No estás contenta, mamá?
— Sí Luana, sí —me contestó— muy contenta, pero desplumada. Nunca pensé que nos iba a cobrar tanto el veterinario. Menos mal que llevaba la tarjeta de crédito.
Yo, para aliviarla, le propuse que eso fuera mi regalo de cumpleaños (aunque faltaba mucho tiempo aún para eso), porque curar a la cabritilla había sido el mejor regalo que me podría haber hecho.
Me miró muy dulce (es que ella es muy dulce) y me dio un beso. No sé si con eso quería decir que estaba de acuerdo o que no.
Y así fueron pasando los días. La cabritilla, a la que yo ya le había puesto nombre (Micojita), vivía en mi habitación. No la dejaba salir sola para que no se pusiera a correr, y por la noche dormía en mi cama, a mis pies.
Recuerdo que por aquellos días me costaba mucho ir al colegio -y eso que a mí el cole me gusta- porque me apenaba dejarla sola. Pero luego, al medio día, cuando volvía a casa para comer y entraba en mi cuarto, la cabritilla se levantaba feliz y corría hacia mí (cojeando claro); y cuando me agachaba y la cogía en brazos, me lamía la cara entera. Esa era su manera de dar besos.
De día en día, Micojita me iba queriendo más y más; y yo a ella, ¡hombre claro!
Al cabo de un mes volvimos al veterinario. Yo iba angustiada, no sabía si nos iba a decir que ya estaba curada o lo contrario: que el yeso no había funcionado. Mamá, que me conoce mucho, me preguntó si preferiría una cosa o la otra. A mí me extrañó esa pregunta: estaba claro que prefería que estuviera curada, para eso estábamos haciendo tantos esfuerzos, ¿no? Pero ella me miró con esos ojos que pone cuando quiere decir “seguro seguro… ¿estás segura?”, y no le hizo falta palabra alguna pues yo la entiendo con solo mirarla. Le contesté:
—¿Por qué no voy a querer que se cure?
—¿Has pensado —me dijo— que cuando esté curada tendrá que volver al bosque? ¿Que ya no podrás tenerla más en tu habitación?
—A lo mejor prefiere quedarse conmigo…
—No, Luana —me contestó mamá mientras me acariciaba la barbilla—, los animales han de vivir libres, es lo natural y solo así son felices. Esta cabritilla ha nacido libre y libre tiene que seguir. Lo comprendes, ¿verdad?
Me quedé pensativa. Me decía a mí misma que prefería que mi cabrita fuera feliz, que eso era lo que realmente quería; pero notaba una gran pena por dentro al pensar que quizá la perdiera para siempre.
Luego me sorprendí deseando que se quedara cojita y no pudiera volver al bosque, pero enseguida reaccioné y me avergoncé de mí misma: Parece mentira que seas tan egoísta —me dije—, si de verdad la quieres has de desear que sea libre y feliz.
—¿Qué estás pensando? —me preguntó mamá al verme tan callada.
—Estoy pensando, mamá, que cuando se quiere a alguien tienes que procurar que sea feliz aunque eso te duela; pero que a veces dentro de una hay una lucha de sentimientos, que una no quiere ser egoísta pero tampoco quiere sufrir, y que todo esto me parece muy complicado.
—Así es la vida, Luanita, no siempre es fácil. Pero hoy puedes aprender una cosa: que no hay nada más bonito que el amor desprendido, el que antepone la felicidad del otro a la suya propia. Solo así es como de verdad se quiere, así es como se quiere a los hijos y así es como te quiero yo a ti.
Le di un beso y le dije: Gracias mamá, ya lo he decidido: así es también como yo quiero querer a Micojita.
El veterinario le quitó el yeso y la estuvo palpando, luego la hizo caminar por toda la habitación, y al final me miró y me dijo:
—Tu cabrita está completamente curada. ¿Estás contenta Luana?
—Sí, muy contenta —le dije y sonreí lo mejor que pude.
No es que yo sea mala; de verdad que me alegré por ella, pero no lo podía evitar: tenía ganas de llorar y los ojos se me humedecieron.
Y el veterinario, que debía saber mucho más de animales que de niños, le dijo a mi madre:
—Qué mona es su hija, fíjese señora: de tan contenta que está se le han llenado los ojos de lágrimas.
Al salir, mamá me cogió de la mano y me dijo:
—Luana, estoy muy orgullosa de ti.
—No lo creas mamá. Que no estoy contenta, que estoy muy triste —y me puse a llorar sin control.
—Ya sé que estás muy triste —me dijo acercándome a ella— por eso estoy orgullosa de ti. Los sentimientos son difíciles de controlar, Luana, pero lo que me maravilla es tu decisión de hacer lo que es mejor para “tu Cojita”, aunque eso te cueste muchísimo.
Y así lo hicimos: mis papás, mis abuelitos, mi hermanita Lola (que por entonces era muy pequeñita aún) y yo salimos al bosque (después de desconectar el pastor eléctrico, claro). Yo llevaba a Micojita en brazos y me iba despidiendo de ella con besos y abrazos y dándole consejos para que nunca más volviera a hacerse daño.
No podía soltarla, no podía… hasta que mi papá me la cogió suavemente, me dijo que no sufriera tanto, que seguro que ella volvería para verme de vez en cuando, y la dejó en el suelo.
Pero mi cabrita no se apartaba de nosotros. Mamá la animaba a saltar y a buscar a su mamá, pero ella no se movía. Al cabo de un rato el abuelo nos dijo que deberíamos dejarla sola un rato, luego volveríamos y si seguía ahí querría decir que prefería vivir en casa.
Si así fuera nos la quedaríamos —dijo—, al menos hasta que se haga mayor del todo.
Regresamos a la casa, mi papá y yo estuvimos preparando la comida, y al cabo de un rato volvimos juntos al bosque. Yo deseaba con todas mis fuerzas que ella siguiera ahí pero no, no estaba. La llamé, y nada: no me contestó. Comprendí que la había perdido, me abracé a mi padre y lloré desconsoladamente.
Cuando me aparté un poco vi que él también parecía estar llorando y le pregunté si era por haber perdido a Micojita o por verme tan triste. Por las dos cosas, me contestó secándose los ojos. Y es que mi papá es muy fuerte pero también es muy sensible y cariñoso.
Y los días fueron pasando. Yo, poco a poco, me iba consolando al pensar que Micojita sería feliz con su mamá y quizá con sus hermanos, pero casi todas las noches soñaba con ella y al despertame y recordar que ya no estaba… ¡eso sí era duro!
Hasta que llegó mi cumpleaños. Habíamos organizado una fiesta con todos mis amigos, y como son muchos, decidimos celebrarla en el jardín de la casa de Beto y Aba.
Entiendo que sea difícil de creer, pero lo que os voy a contar ahora ocurrió de verdad:
Había soplado las velas y estaba empezando a cortar la gran tarta que me había hecho mamá, cuando de pronto, no sé por qué, sentí la necesidad de darme la vuelta. Lo hice, y me encontré a dos cabras frente a mí que me miraban fijamente. La más joven se me acercó y se quedó rozando su cuerpo con mis piernas. Tenía que ser Micojita pero… Me agaché y ella empezó a lamerme la cara. La acaricié, pasé mi mano por su patita trasera y noté la cicatriz de la operación. ¡Era ella! Ya no había duda, ¡era Micojita! ¡Cómo había crecido! Estaba irreconocible. ¡Y había venido con su mamá para felicitarme!
Entonces la cabrita mamá se me acercó también y me lamió la otra mejilla.
Fue el regalo más maravilloso que pudiera nadie hacerme jamás. Las dos cabritas se quedaron jugando con nosotros durante toda la fiesta y aún un buen rato luego a solas conmigo, cuando todos mis amigos se habían ya ido.
Desde entonces han pasado ya dos años y, como de milagro, se terminaron los problemas con las cabras salvajes. No han vuelto a entrar a comerse el jardín de Aba a pesar de que el pastor eléctrico lleva cantidad de meses estropeado. En cambio Micojita y su mamá sí acostumbran a venir a verme cuando estoy en casa de los abuelos; yo les doy agua y comidita y jugamos juntas un rato las tres, pero jamás tocan una flor ni ninguna de las plantas de Aba.
Un día les pregunté que cómo habían hecho para convencer a sus compañeras de que no volvieran a entrar en nuestro jardín; y, no estoy segura, pero me pareció que ellas dos se miraban y sonreían con los ojos..
¡Lo que daría por conocer el idioma de las cabras!, porque nos entendemos tan bien… nos pasaríamos horas y horas hablando las tres.
FIN
Mallorca, octubre de 2015
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